CAIMANERA, Guantánamo.–«Compadre, ¿de nuevo tú?» –le dijo Raúl. Entonces el infractor alzó la cabeza, «soltó el hacha y alzó un machete».

Tú ‘ta gira’o pa’ mí. Coj… ya me tiene cabrón», dijo el arboricida, mientras el filo del arma iniciaba la trayectoria hacia el blanco.

El hacha, cuando el guardabosque llegó, era una fiera que, insaciable, agrandaba la herida del bosque. En el suelo, amontonadas, astillas de árboles de distintas especies que Raúl al instante identificó. Mientras hervía en su cólera silenciosa, meditaba.

A partir de entonces, varios ejemplares de Frijolillo, de los que hasta una hora antes poblaban el sitio, iban a ser convertidos en carbón. En los años siguientes no estarían allí para darles estabilidad a los cauces fluviales; tampoco para ser convertidos en forraje, en vigas, muebles, horcones ni en material de contrachapado.

Por unos segundos, esos pensamientos acaloraron la mente del guardabosques, que había llegado al lugar sin que el infractor lo advirtiera: «Con el tiempo uno adquiere sus mañas para desplazarse en el monte sin ser escuchado ni visto», dice, y describe al arboricida sorprendido por él aquel día, como un «individuo robusto y alto, de aproximadamente 35 años de edad».

CON LA MANO EN EL HACHA

El hombre se había adentrado en una selva situada varios kilómetros hacia la retaguardia de la salina de Caimanera. El lugar, por agreste y poco transitado, le ofrecía la seguridad de que nadie lo iba a seguir. «Pero Raúl Cueto Turro, técnico guardabosque en el circuito de Caimanera, lo sorprendió “con la mano en el hacha’’, y no era la primera vez –dice– que lo había cogido fuera de base».

Entonces Raúl apeló a su arma, a la que ha apelado antes y después, en transes difíciles allí, en Caimanera, donde atiende áreas como la Reserva Ecológica de Hatibonico, y extensiones de mangles en zonas del litoral, que forman parte del patrimonio que Cuba registra en esos predios.

«Caminar entre el mangle se las trae –confiesa–; esos pantanos son una cajita de sorpresa, apenas hay tierra firme. Tienes que colocar el pie sobre raíces que resbalan como jabón; hay que andar con mucho cuidado; yo he pasado mis sofocos en esos lugares».

De sus vivencias en tan hostil escenario recuerda el día en que, consecuencia de una mala pisada, «me hundí hasta aquí, mira (y con las manos señala unos 15 centímetros más abajo de la cintura». «Recuerdo que tiré el brazo izquierdo buscando el firme, y el lodazal se tragó mi reloj Orient; pero pude salir sin más daño».

Asegura que el olfato, el oído y la vista de un buen guardabosque funcionan integrados como un sistema de radar, cámara y brújula. «Hay que entender el lenguaje del bosque. Los ecos de un “tac, tac, tac”, cadencioso, pueden avisarte de una tala indebida, y también la dirección y la distancia aproximada donde está sucediendo. 

«Un olor pudiera ayudarte a identificar si están cortando un cedro, un marabú, un tamarindo. El vuelo de aves en dirección u horario no acostumbrado, o un canturreo alterado pueden ser indicios de algún suceso anormal en el bosque. Lo mismo puede ocurrir con reptiles y otros animales. El humo puede avisar de un incendio. Pero eso va aprendiéndolo uno con el paso del tiempo; yo llevo toda mi vida, 57 años metido en el monte».

HIJO DE LOS BOSQUES

Nació en 1967, en Paso de Cuba, Baracoa, en un rincón habitado por cedros, majaguas… Dice que de pequeño le fascinaba trepar en las matas de coco, aguacate, mango, y desde lo alto contemplar los bosques de pinos de San Germán, que se explayaban al noroeste.

A los 18 años se fue a vivir con un tío a Hatibonico de Caimanera. A esa edad empezó a trabajar haciendo terrazas para la siembra de árboles; después, en la construcción de la carretera hacia Baconao, en un entorno boscoso; luego ingresó en el Cuerpo de Guardabosques de Caimanera, «hasta el sol de hoy; yo puedo andar por aquí con los ojos cerrados, sin que me vean».

Fue así como sorprendió al violador que alzó el machete con rabia y lo clavó en uno de los troncos que yacían entre él y la autoridad forestal. Raúl se mantuvo sereno, «usé mi arma favorita, que no es la que llevo en la cintura, sino, mira, esta (y se toca la sien)».

Cuenta que el transgresor hizo silencio escuchándolo; después le ofreció disculpa, y acató la multa. Raúl asegura que, de aquel encontronazo, nació una amistad; dice que él es, sobre todo, «un educador, un creador de conciencia y de cultura ambiental». Hoy atiende un círculo de interés que integran niños de cuarto grado.

Y también cree que vino al mundo para los bosques. «Desde que tenía como siete años, un vecino de la casa me decía “forestal”. Nadie más me llamaba por ese apodo; nadie nunca –ni yo– le preguntó por qué. A veces creo que aquel hombre era un adivino».

Tomado: Periodico Granma

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